Tenía 15 años cuando se estrenó la película de Truffaut Fahrenheit 451, y no fue hasta después de haberla visto cuando leí la novela de Ray Bradbury. Casi medio siglo más tarde, todavía soy capaz de recordar la escena de la biblioteca, esa en la que los bomberos, Montag y su cuadrilla, irrumpen en una impresionante estancia particular para quemar, con sus lanzallamas, todos los volúmenes. Y, con mayor nitidez todavía, recuerdo las emociones que me provocó. La primera, a la vista de aquellas paredes empapeladas de libros, fue una sana envidia; entonces decidí que, de mayor, tendría una biblioteca lo más parecida posible a aquella. La segunda, terror e incredulidad, cuando los hombres la destruyen. Salí del cine resuelta a convertirme yo también en una mujer-libro si algún día el mundo que Bradbury predecía llegaba a hacerse realidad.
Lo cierto es que desde entonces siempre he sabido qué libro memorizaría para poder recitarlo incansablemente en un claustro medieval y guardar así memoria de las letras. El título elegido ha ido cambiando a lo largo de los años, según se han ido modificando mis gustos de lectora y según he ido descubriendo nuevos horizontes. Hubo años, por ejemplo, en que pensé que memorizaría todos los cuentos de Cortázar; ahora, en cambio, reservaría ese privilegio a una autora, por ejemplo, a Margaret Atwood, a Joyce Carol Oates o a Jane Austen, porque, precisamente por ser mujeres, correrían el riesgo de quedar borradas del mapa, como les sucede a la mayoría en libros de texto, enciclopedias y premios institucionales. Pero la verdad es que siempre pensé en ello como en un juego.
El 23 de abril pasado coincidí con un político catalán en una fiesta literaria. Y, de pronto, en plena conversación acerca del futuro de la literatura, los libros y, sobre todo, los derechos de autor, tuve la sensación de estar en una recreación de la escena de la biblioteca. "Olvídate de todo eso", me decía, "los textos escritos están condenados a desaparecer y quienes escribís libros tendréis que reconvertiros en guionistas, pues sólo la cultura visual sobrevivirá". Sentí el calor de los lanzallamas.
Me resisto a creer que la cultura escrita pueda desaparecer mientras queden en el mundo personas adictas a la lectura, como Anne Fine, autora de Ex libris, un divertido y emotivo ejercicio sobre el amor a los libros. En uno de los últimos capítulos, comenta un cartel publicitario en el que una cabra está comiendo un clavel y dice que, a juzgar por el brillo omnívoro de sus ojos, si el rumiante no tuviera a mano una flor se podría tragar el tiesto de plástico o la furgoneta. Y sentencia: "Conozco ese brillo, porque es lo que siento con la lectura. Prefiero un libro, pero si es necesario me conformaría con el manual de instrucciones de un cepillo de dientes eléctrico".
Yo, que también soy omnívora y coleccionista de libros (sigo empeñada en emular a Truffaut), empiezo a preguntarme si no somos especímenes destinados a desaparecer.
Y lo digo porque la voracidad lectora y la compulsión libresca se aprenden en la tierna infancia, mediante modelos que, durante años, han proporcionado a veces la familia y siempre la escuela.
Muchas niñas y niños comenzaban a construir su propia biblioteca a partir de las tres obras anuales que estaban obligados a comprar y a leer. Esos libros se podían marcar con el propio nombre, con subrayados o con comentarios al margen; se podían leer en la cama, en la playa o en el baño; podían llegar a estar dedicados por el autor o autora; estaban ahí para ser releídos tantas veces como se quisiera...
Ahora no. Ahora, en nombre de la cultura gratuita, las 30 novelas para el aula son compradas por el centro, que las reutilizará un año tras otro, impidiendo así no sólo la formación de bibliotecas personales, sino también la suya propia y convirtiendo, además, la lectura en una mera actividad escolar.
Deberíamos seguir posibilitando que las generaciones futuras imaginen, como Borges, que el paraíso podría ser algún tipo de biblioteca.