Honorato tenía un aspecto extraño, sí, muy
extraño, porque su ojo derecho era bastante más grande que el izquierdo y
precisamente con el ojo derecho veía muy mal, mientras que con el izquierdo su
visión era perfecta. A pesar de ello, Honorato solo necesitaba unas gafas
graduadas en el ojo derecho, el cristal del izquierdo era meramente decorativo.
Y no solo esa era la rareza, el ojo izquierdo era de color marrón y el derecho
verde claro, muy claro.
Cuando Honorato empezó a tener conciencia
de su diferencia con el resto de niños, decidió, porque fue una decisión
propia, que sería raro en otras cosas. Marcar la diferencia fue siempre su
objetivo, aunque no le salió exactamente como él quería.
Se volvió tan raro, tan raro, que en el
Instituto lo conocían por Honorato el especial. Tuvo suerte, porque le podían
haber llamado mil cosas feas. Especial era un adjetivo que le pareció un
regalo, hasta era bonito, y no se enfadó por ello.
Ya de mayor, es decir, cuando terminó sus
estudios de ingeniero industrial con proyecto final de carrera Excelente cum laude, le costó mucho encontrar
trabajo, porque lo primero que soltaba en la entrevista personal era que a él
trabajar en equipo le parecía una pérdida de tiempo. Un disgusto para sus
padres, que veían cómo su brillante hijo perdía el tiempo en el salón de la
casa escribiendo notas que nunca dejaba leer.
Por fin encontró trabajo: asistente de
tanatopraxia. Un día leyó un anuncio de un curso sobre el tema y le pareció que
sería un destino perfecto: los muertos no hablan y no molestan. Como aprensivo
no era, aprendió enseguida a inyectar agentes germinicidas por las cavidades
vasculares y a maquillar con tanta perfección a los difuntos que su caché en el
tanatorio estaba en los niveles más altos.
Cuando no tenía cuerpos inertes que
atender, seguía su costumbre de redactar notas, hasta que un día decidió que
las daría a todo aquel que le cayera más o menos bien. Eso fue un gran salto en
su vida social, porque de no tener casi relación con otras personas se vio en
la obligación de discernir entre los que le rodeaban, quién le podía caer más o
menos bien y quién no merecía ni un segundo de su atención. Su ojo verde, el de
la visión defectuosa, fue un gran aliado: cuando veía a alguien con quien creía
congeniar, el ojo emitía tres o cuatro guiños seguidos, sin duda un tic
ordenado por su cerebro escrutador.
Así empezó a relacionarse con la gente,
con el vecindario, con los familiares, con los compañeros de trabajo: Honorato
escribía notas, las guardaba en su cómoda de cajones hasta que un día elegía
destinatario y nota a entregar.
Los cajones estaban ordenados en orden
alfabético, pero cada letra tenía asignado un cajón de color diferente. La A
roja contenía reflexiones sin respuesta y la A azul reflexiones que habían sido
respondidas por alguien. Todas las notas acababan con la misma pregunta: ¿qué
piensas? Tienes 48 horas para contestar con no más de cinco líneas. Así que
Honorato empezó a ser conocido en el barrio como el hombre del ojo verde, el
del tic, que entrega notas con pregunta final.
Pronto se extendió la creencia de que sus
ojos dispares eran una gracia divina y que relacionarse con él y sus notas te
otorgaba algún tipo de beneficio que nadie sabía concretar. Los había que
creían en un poder curativo, los había en cambio, que estaban convencidos de
que si el del ojo grande verde te miraba con fijeza estabas perdido, ibas a
convertirte enseguida en una de sus
cuerpos a amortajar. Eso sí, desapercibido no pasaba.
Los cajones azules, aquellos que contenían
respuestas, estaban cada vez más repletos, en cambio los rojos se iban vaciando
a mayor velocidad. La gente había empezado a disputarse sus notas. Había días
en que tenía una cola de personas esperándole en la puerta, como el que espera
el maná. Y lo curioso del caso es que Honorato ya no era tan selectivo: el ojo
verde emitía guiños en continuo, como si hubiera empezado a disfrutar de la
presencia de sus congéneres, como si de repente se estuviera volviendo tan
sociable que no quedara ni vecino ni compañero de trabajo que se jactara de
contar con el favor de una de sus notas.
Estaba muriendo de eso que llaman éxito.
Cada vez necesitaba más tiempo para escribir, con la consiguiente merma en la
labor de tanatopraxia. Algunos familiares de sus “clientes” habían empezado a
quejarse del poco aspecto saludable de sus difuntos, cuando siempre se loó su
trabajo por eso, por el aspecto de “lozanía” que lograba a costa de maquillaje
y más maquillaje, de dibujar labios, pintar ojos, tapar ojeras, disimular el
color ceniciento de los inertes.
Escribir, escribir, escribir. Una escalada
obsesiva en redactar notas y preguntas finales. Cajones rojos a rebosar,
cajones azules casi vacíos. Gente esperando impaciente sus notas. Las notas le
daban vida, lo convertían en un ser necesario, casi imprescindible. Honorato,
el especial, Honorato el del ojo verde ya no era un ser invisible, anodino, era
casi un dios.
Hasta que el tic del ojo verde empezó a
causarle problemas: se iba a quedar prácticamente ciego del lado derecho. El
oculista le había diagnosticado una fatiga ocular severa, una astenopia en
lenguaje médico, que amenazaba con dejarle el ojo seco del todo, y lo peor,
podía afectarle al ojo bueno. O se relajaba o acababa perdiendo el ojo verde y
también el marrón.
Decidió que la salud debía ponerse por
delante de su ya obsesiva costumbre escritora. Pidió la baja médica y se la
concedieron por quince días. Y se hizo el firme propósito de descansar.
Se levantaba como siempre a las siete de
la mañana. Asomaba la cabeza por el balcón y veía la fila de gente esperándole
en la puerta del zaguán. Tomaba el mismo desayuno que de costumbre y luego se
volvía a la cama a reposar durante cinco o seis horas más, siempre con los ojos
cerrados, aunque con la mente maquinando nuevas preguntas y respuestas. Así se
mantuvo hasta el último día de baja en que su madre le anunció que había una
mujer que insistía en verle, y la madre creía que debiera dedicarle si quiera
un minuto de su tiempo.
Honorato la esperó sentado en el sillón
del salón. La mujer entró en la sala que estaba en penumbra. Cuando se fue
haciendo visible descubrió que ella tenía también un ojo más grande que otro,
en este caso el izquierdo, pero ambos eran del mismo color: azul muy oscuro. La
mujer metió la mano en su bolso y entregó una nota a Honorato, una nota sin
pregunta. En ese instante el corazón de Honorato se paró para siempre. El ojo
verde se volvió marrón.