Hace meses recibí un mensaje a través de Facebook en el que una conocida me solicitaba ayuda para un problema de custodia con su hijo. Confieso que tardé unos días en responder porque, ante la zozobra de la peticionaria y mi imposible ayuda, no se me ocurría qué decir para no agudizar su decepción. Tras darle vueltas y más vueltas pensando en la desesperación de esa madre, lo único que se me ocurrió fue algo que le servía de poco: que lo sentía mucho, pero no poseía ningún recurso para la demanda. Ignoro lo que pensaría al respecto porque no volvió a ponerse en contacto.
Recurro a este ejemplo para reflexionar sobre lo poco que han educado nuestra sensibilidad ante el infortunio de nuestros amigos o conocidos. En muchas ocasiones alguien nos pide ayuda y ante la imposibilidad de hacer nada, adoptamos la callada por respuesta. ¿Qué le voy a decir si no puedo hacer nada? Tal vez un comentario del estilo: he recibido tu mensaje y me tomo interés, reconfortara al solicitante.
Esta pequeña reflexión viene al hilo de una conversación con un amigo. Envió un correo electrónico informando de que a su hijo se le acababa el subsidio por desempleo en pocos días y solicitaba ayuda para encontrarle un trabajo. Ni uno solo de los que recibió el correo respondió. Nadie se tomó la molestia de decir: miraré lo que puedo hacer, o simplemente, he recibido tu mensaje. Mi amigo se sintió muy decepcionado. Los pequeños detalles son reconfortantes en muchas ocasiones, aunque no lleven aparejada una solución. Es la importancia de ser correspondido.
Por cierto, el hijo de mi amigo encontró trabajo hace unos días, gracias a uno de los cientos de curriculums depositados en innumerables empresas.