SORDO
A nadie parece inquietarle la obligación de pagar por el agua de lluvia que guardan celosamente los pantanos del Estado; a nadie parece molestarle rascarse el bolsillo para conseguir el documento nacional de identidad, que gestiona previo pago nuestro inalienable derecho a ser en sociedad, o en soledad; a nadie se le ocurre que la carpa de un circo protege también el sueldo del payaso; resulta natural, aceptable y hasta saludable que los bancos nos cobren una tasa abusiva por guardar nuestro dinero y otra aún más grande si se nos ocurre disponer de él. El único enemigo del pueblo, el último tirano, parece ser el artista. El artista es por naturaleza un enemigo de lo común y un irascible vigilante de lo propio.
“Me irrita el agravio constante a quienes se dedican a escribir, a cantar, bien o mal”
Vaya por delante que me importa un bledo que la gente se descargue gratis canciones, libros, películas, sexo y calzoncillos en la Red; están, supongo, en su derecho, al menos hasta que este derecho, como cualquier otro, sea razonablemente cuestionado; lo que no estoy dispuesto es que antes y después de hacerlo se vean obligados por Dios sabe qué fe a insultar.
Lo único que me irrita es el agravio constante a quienes haciendo uso de su propia libertad y de una dedicación que arrastra una vida entera (por más que a algunos les parezca el mero resultado del esfuerzo de unas horas), se dedican a escribir bien o mal, a pensar bien o mal, a cantar mal o peor y hasta como los ángeles sin abanderar por ello mal alguno.
Tampoco me parece baladí recordar a quienes se dedican no a crear específicamente, sino a construir los escenarios antes dibujados, a transportar los disfraces antes soñados, a reponer la pintura desgastada por el paso de los siglos en las pinacotecas y las iglesias, que rellenan de rebote los bares de nuestras ciudades mientras estas aspiran a ser capitales precisamente culturales, a quienes con el oficio de bedeles se esmeran en llevar con atención y cuidado el guardarropa de un museo donde aún se cuida lo poco o lo mucho que fuimos y el abrigo que les protegerá a ustedes al salir. No sea que llueva. Una y mil veces diré que se coja lo que se quiera y también lo mío, si es que alguien lo quiere.
Lo que no me parece de recibo es que mientras se organiza lo que sea en la gestión de la cultura, de sus derechos y obligaciones frente al desafío de los nuevos sistemas de exhibición, disfrute y (lícito o ilícito) lucro, se pretenda llevar la negociación por el sendero de la ofensa.
Para que no les engañen más con la burda demagogia del privilegio del autor frente a la libertad del usuario, les digo que me presentaré si hiciera falta en cada juicio a favor del demandado por acceder a los contenidos de este miserable autor. Lo que no estoy dispuesto a aceptar es que se siga repitiendo que los autores no son nada más que los niños mimados de un sistema caduco y corrupto. Lo que no puedo pasar por alto es la impunidad de un insulto que incluye a los que somos muy poco en la cultura de un país y a los que en cambio significan mucho. Lo que no soporto es que se confunda mi incapacidad y mi torpeza, o la de cualquier otro, con la cultura que nos sujeta.
Ya les digo que no me incluyo en la disputa y que tienen ustedes derecho a reproducir mis tontos textos ad náuseam, así al menos me leerá alguien; pero, por favor, dejen de insultar a Melville, a Baroja y a sor Ángela de la Cruz.
Lo que pase en el engañosamente fascinante imperio de la Red lo decidiremos entre todos y no será ajeno al discurrir de otros conflictos que en la larga historia de las sociedades han sido, pero quiero dejar dicho que en mi humilde opinión el insulto sistemático a todo un sector de trabajadores, más y menos afortunados, no es la mejor manera de empezar a arreglar nada.
Mientras piensan en esto, piensen también en la cantidad de aranceles internacionales, de precios a pagar por políticas de subvención agraria, industrial, de sistemas de protección comercial, de desarrollo tecnológico, de reparto de competencias autonómicas, de privatización de aeropuertos y un largo etcétera de gastos que al parecer no ofenden a nadie y que ustedes pagan sin rechistar. Piensen en la gran estafa de la telefonía y en la merienda de negros de los derechos de antena de su deporte favorito, y en el expolio constante de las economías extranjeras aún no emergentes.
Tal vez así concluyan que los mal llamados artistas (no todos lo somos) no son los últimos canallas, tal vez ni siquiera los penúltimos; a lo peor así se dan cuenta de que todo esto no es más que otra cortina de humo, un telón que se nos va echando encima para cubrir un teatro muy distinto.
Recuerden por si acaso una vieja máxima de la revolución que sirve igual para inmigrantes, comadrejas y titiriteros: cuando el Estado consigue que el enemigo sea el pueblo, es que el Estado ya ha ganado.
El jorobado de Notre Dame lo expresaba mejor que yo: no solo soy feo y jorobado, además soy sordo por culpa de las enormes campanas de su iglesia, y a pesar de todo, todo es culpa mía.